jueves, 19 de enero de 2012

María Moliner

Los bibliotecarios no olvidan a María Moliner

Moliner. reflexiva1302024001518Ha tardado. Pero el tiempo no ha pasado en vano. Por fin se ha celebrado el homenaje que algunos bibliotecarios querían tributar a María Moliner desde hace varias décadas. No lo hicieron en 1970, cuando se jubiló como bibliotecaria en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid, su último destino desde 1946. No eran tiempos propicios. La funcionaria María Moliner había sido sancionada, postergada e inhabilitada para cargos de confianza tras la victoria franquista, y el dictador se mantenía aún en el poder cuando ella se jubiló. Por fin, tras años de planificación salpicados de periodos de olvido, el salón de actos de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, su casa durante 24 años, acogió el 16 de enero una mesa redonda para evocar a la lexicógrafa y bibliotecaria. Poco después el rector de la Universidad Politécnica inauguró una exposición sobre la figura de la autora del Diccionario de Uso del Español en su doble vertiente de lexicógrafa y bibliotecaria. “Hoy, y aquí, siento a mi madre muy cerca”, confesó Carmen Ramón Moliner, hija de la ilustre bibliotecaria   "Lo que acabo de oír me resulta muy próximo. Y algunas otras cosas me hacen ver a mi madre de otro modo", añadió. La exposición se mantendrá hasta el 30 de enero.
María Moliner es conocida y reconocida con toda justicia por su entrega titánica a su gran obra, el DUE, lo que la convierte en un personaje clave del siglo XX por su aportación a la lexicografía. Una obra que inició a los 51 años, en la segunda mitad de su vida. A su muerte, Gabriel García Márquez escribió en El PAÍS un artículo ya emblemático que ofreció al lector;una visión literaria y a la vez universal de la lexicógrafa: “Escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”. Una obra de consulta ingente con definiciones claras, bien escritas y llenas de matices.
Pero antes de abordar el Diccionario María Moliner se dedicó con intensidad y pasión a la difusión de la lectura pública. Aunque los comienzos de su trayectoria profesional tampoco fueron fáciles. Tras licenciarse en Historia por la universidad de Zaragoza, en 1922 ingresó por oposición, y con el número 7, en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Era la sexta mujer que accedía al Cuerpo facultativo, pero a pesar de contar con esos avales sus primeros destinos no fueron los   deseados.
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Tras un primer año en el Archivo General de Simancas, se vio forzada a pedir el traslado a Murcia a causa de la mala salud de su madre, que vivía entonces con ella. Necesitaba salir de la fría Simancas y el Archivo de la Delegación provincial de Hacienda de Murcia, donde había una vacante, fue una momentánea tabla de salvación. Antes había solicitado una plaza en el Archivo Histórico Nacional, en Madrid, que le fue negada. María Moliner acariciaba la idea de volver a Madrid, donde se había formado de niña bajo el influjo de la Institución Libre de Enseñanza y donde había realizado parte del bachillerato por libre. Quería hacer el doctorado, alojarse en la Residencia de Señoritas que dirigía María de Maeztu y respirar el aire superación intelectual que representaba la capital.
Las circunstancias la anclaron, sin embargo, a Murcia hasta 1930. Allí conoció, además, al catedrático de Física de la universidad murciana Fernando Ramón y Ferrando, con quien se casó en 1925. Unos años después, ambos dieron el salto a Valencia con sus dos hijos mayores, pero Moliner se vio condenada de nuevo a ir destinada al Archivo de la delegación de Hacienda, el mismo tipo de trabajo que había desempeñado en Murcia. Su sueño, sin embargo, era ir a la Biblioteca Provincial de Valencia y en cuanto supo que había una vacante, le faltó el aliento para dirigir la instancia oficial.
“Mi interés en solicitar ese traslado estriba en el deseo de abandonar ya el servicio en archivos de delegación de Hacienda, donde llevo prestándolo cerca de ocho, obligada por exigencias de residencia, pero siempre con el natural desagrado por tratarse de establecimientos en los que la índole puramente administrativa de los fondos hace que sea nulo el entusiasmo por el trabajo”, escribe al director general de Bellas Artes, Ricardo de Orueta. Naturalmente, se trata de una carta privada que Moliner dirigió a su superior tras haber realizado la correspondiente petición oficial. Estaba impaciente por cambiar de trabajo y como su marido había coincidió en una ocasión con Ricardo de Orueta, le envió junto a una tarjeta de visita de él presentándola de forma sobria, una carta no exenta de audacia. Una carta muy ilustrativa de los retos y reveses que afrontó la bibliotecaria para abrirse paso.
En esta carta, cuya copia se recoge en la exposición que acaba de inaugurarse sobre la lexicógrafa, Moliner plantea sin rodeos sus legítimas ambiciones profesionales, y plos problemas de la conciliación y de la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres dentro del mismo campo laboral: “Para un hombre resulta más fácil, una vez cumplidas las obligaciones de su cargo oficial, y, si estas no responden a su vocación, dar empleo a su capacidad sobrante en otras actividades más de su gusto. Pero, para una mujer, ya es bastante que pueda sustraer a las atenciones familiares, sobre todo en el periodo en que las obligaciones de la maternidad son más absorbentes, las horas que ha de dedicar a su cargo oficial y, por tanto, es más sensible que este sea tan árido y falto de espiritualidad, cuando ella tiene capacidad de entusiasmo por su labor y una vocación demostrada en la práctica de una determinada preparación”, añade. Una preparación, concluye, “con la que, en realidad, no guarda relación alguna el servicio a prestar en un archivo de Hacienda. Preparación, en cuanto a mí, que yo he procurado perfeccionar, dedicándome, por ejemplo, al estudio del alemán que traduzco correctamente”.
Se trata de una carta privada, de ahí la franqueza, proverbial en Moliner, con que esgrime sus razones. Aunque su objetivo es darse a conocer al responsable de Bellas Artes y exponerle su punto de vista, es curioso cómo se adelanta al debate actual sobre las trabas que tienen las mujeres en el mundo laboral en tanto que sus tareas y exigencias son mayores y su tiempo más escaso. Hay que contar, además, con el contexto histórico y social: aunque la iniciativa podría sugerir que Moliner busca cierto trato de favor, conviene aclarar que la relación entre De Orueta y su marido era poco relevante por lo que no cabe hablar ni siquiera de que trate de recomendarla. La misma Moliner, tras disculparse ante su interlocutor por molestarle y distraerle con sus observaciones, se limita a pedirle que “procure, si lo cree justo, dar satisfacción a mi deseo que, por otra parte, es compatible con el de cualquier otro compañero que desee ser trasladado a Valencia”. No en vano recuerda que de ser ella trasladada se produciría al momento una vacante en el Archivo de Hacienda. Aunque esta última apreciación pueda hacer sonreír a determinados lectores, era algo rigurosamente cierto: archiveros, bibliotecarios y arqueólogos pertenecían al mismo Cuerpo, y, aunque ella prefiriera trabajar de bibliotecaria, no todos sus compañeros tenían esta inclinación.
 Ricardo de Orueta le contestó de forma educada y aseguró que trataría con cuidado su petición siempre que no contraviniera la legalidad. Quién sabe si no tenía otras cartas sobre su mesa. De cualquier modo, María Moliner no consiguió el ansiado traslado y permaneció en el mismo puesto. Sus jefes decidieron que prosiguiera allí, al desempeñar el puesto con eficacia. Pero el destino le ofreció un regalo a su medida: Moliner se sumó con entusiasmo a las Misiones Pedagógicas, cuyo patronato presidía Manuel Bartolomé Cossío, uno de sus mentores en la Institución. En el área de Valencia, pueblo a pueblo, estableció una red de 105 bibliotecas rurales, una experiencia que transmitió en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía que se celebró en Madrid en 1935. Se trataba de saciar el hambre de cultura de los que no tenían a su alcance suficientes libros y a la vez paliar el analfabetismo y la ignorancia de los que sospechaban todavía que el saber era un privilegio.
Moliner había nacido en Paniza (Zaragoza) el 30 de marzo de 1900. Formaba parte de una generación de pioneras que a raíz del decreto de 1910 había llegado a la Universidad haciéndose un sitio en un mundo de hombres. Tenía cuatro años cuando su padre, médico, se estableció en Madrid con su familia, primero en la calle Buen Suceso y luego en la de Palafox. Un poco más lejos, en el paseo del Obelisco (hoy Martínez Campos) estaba la sede de la Institución Libre de Enseñanza. Pero el abandono de su padre, que marchó a Argentina como médico de barco y no regresó, le obligó a reducir su estancia en el colegio apenas iniciado el bachillerato, a dar clases a otros compañeros y a marcharse de nuevo con su madre y sus hermanos a Aragón. Allí terminó el bachillerato y luego la carrera universitaria con brillantez, al tiempo que colaboraba en la manutención familiar.
Su entrega a las bibliotecas de Misiones (tarea que hacía compatible con su trabajo oficial en el Archivo de Hacienda) marcó un antes y un después en su trayectoria. Más allá de su estricto trabajo de funcionaria, Moliner adquirió un peso específico en política bibliotecaria de la Segunda República. Al desencadenarse el golpe militar de 1936 y la Guerra Civil, el rector José Puche le puso al frente de la dirección de la Biblioteca Universitaria de Valencia (de la que dependía, entre otras, la biblioteca a la que había querido ir destinada en 1931). A esta responsabilidad se sumó la dirección de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional. Desde estos puestos capitales, Moliner, gestora tenaz, diseñó el Plan para una Organización de las Bibliotecas del Estado. Conocido como el Plan María Moliner, la reforma sólo se aplicó en parte a causa de la guerra, y quedó abandonada en un cajón tras la victoria franquista.
El día en que las tropas franquistas vencedoras entraban en Valencia, María Moliner asumía que tendría que volver a su rincón del Archivo de Hacienda. Allí quedó relegada tras la depuración hasta que en 1946 volvió a Madrid como responsable de la biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Junto a su mesa colocó una creciente colección de macetas, ya que las plantas la acompañaban allí donde iba. La supina ignorancia y la consiguiente simplificación de la época favorecían que la denominaran “la roja” siendo como era de ideas liberales. Los alumnos o profesores que se atrevían a traspasar entonces la biblioteca para pedirle libros o charlar con ella, comprobaban que a la bibliotecaria le gustaba tener cerca los libros que le gustaban, a menudo abiertos por sus páginas más significativas. No soportaba que los mejores libros estuvieran ocultos en las vitrinas. No soportaba el vacío ni la inacción. Por eso una tarde de 1951, estando en su casa, transformó algunas de sus fichas de bibliotecaria en fichas destinadas a la investigación filológica. Hacía tiempo que deseaba hacer un Diccionario que resolviera de verdad sus propias dudas y las de los extranjeros que se acercaban a la lengua castellana Empezaba la colosal aventura del DUE y como la bibliotecaria se llevaba algunas de estas nuevas fichas a la Escuela, se puede decir que el Diccionario creció también en aquellas paredes. Allí donde ahora una exposición recuerda su tesón y su amor a la palabra.
El primer tomo de su diccionario se publicó en 1966 (y el segundo en 1967). Poco a poco los hispanistas corrieron la voz. Les gustaba más el Moliner que el de la RAE. En 1972 un grupo de académicos presentó su candidatura, pero no salió adelante. "Qué asco de misoginia y putrefacción", escribió Carmen Conde en su dietario al saber que no fue elegida. Moliner lo asumió con elegancia pero se negó a intentarlo de nuevo. No había ya mucho tiempo, además. En 1974 se manifestaron los primeros síntomas de su enfermedad. Avanzaba el alzhéimer, una paradoja para quien había organizado el mundo con palabras y había dejado escritas para siempre miles de acepciones. Murió el 21 de enero de 1981 y el departamento que dirigía Javier Tusell en Cultura organizó un pequeño homenaje en la Biblioteca Nacional. Tras su muerte, sin embargo, se multiplicaron los institutos, bibliotecas y premios a la lectura que llevan el nombre de la lexicógrafa. Ahora esta exposición cierra cuarenta y un años después su jubilación como bibliotecaria.
Inmaculada de la Fuente es autora de El exilio interior. La vida de María Moliner (Turner, 2011)

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